La Ilíada consta de 24 cantos y unos 15.000
versos. Temporalmente se la puede ubicar en el último año de la guerra de Troya, que constituye el
hecho que ambienta y da sentido al poema. Narra la historia del héroe griego Aquiles quien es ofendido por su superior, Agamenón, y causa su retiro de la batalla. Los griegos sufren terribles derrotas a manos de los
troyanos. Patroclo se pone a
la cabeza de sus tropas, pero muere en el combate, y Aquiles, presa de furia y rencor, dirige su odio
hacia los troyanos, y hacia Héctor
(hijo del rey Príamo), a quien derrota.
La Iliada comienza con el gran enfado de Aquiles,
porque Agamenón, rey de los aqueos y jefe de la expedición griega contra Troya,
se ha empeñado en quedarse con su esclava favorita, Briseida. En señal de
protesta, Aquiles, con su ejército de mirmidones, decide mantenerse al margen
de la batalla, en su campamento, junto a las naves griegas atracadas en las
playas del Estrecho de los Dardanelos, cercano a Troya. (El Estrecho de los
Dardanelos, Helesponto, es la franja marina que une el mar Egeo con el mar de
Mármara; así como el mar de Mármara se comunica con el mar Negro, por el
estrecho del Bósforo).
Esta decisión supone un grave perjuicio para los
aqueos (nombre genérico dado a los griegos de la época micénica) que son
diezmados por los defensores de Ilión, la acosada ciudad troyana donde residía
el rey Príamo, padre de Héctor y de Paris, el raptor de Helena, esposa de Menelao,
el hermano de Agamenón.
Los pocos días de batallas del décimo año de la
guerra contra Troya que abarca el poema de la Iliada, van transcurriendo con
suerte alternativa para ambos ejércitos. Los aqueos tratan en varias ocasiones
de conseguir que Aquiles abandone su pasividad y les ayude a obtener la
victoria, pero él se mantiene en su postura hasta que su amado primo y
ayudante, Patroclo, es muerto por Héctor, el líder troyano.
Los dioses, divididos en dos bandos y en continuo
ir venir del Olimpo, contemplaban la batalla desde el Monte Ida, situado a unos
setenta kilómetros de Ilión, e intervenían en ella de forma encubierta
encarnándose en héroes de apariencia humana. Unos apoyaban a los griegos y
otros, a los troyanos. Zeus actuaba de árbitro, tomando decisiones en favor de
uno u otro bando según consideraba que debía equilibrar la marcha de la
batalla. Apolo fue el dios que más se jugó en el apoyo a los troyanos, no en
balde la leyenda le atribuye la fundación de Troya.
La muerte de Patroclo
Patroclo, ante la pasividad de su general en
jefe, solicitó su permiso para incorporarse a la lucha utilizando las armas y
la armadura de Aquiles. Aquiles se lo concedió, recomendándole que no se
arriesgara demasiado.
Pero Patroclo, enardecido por el fragor de la
contienda, dio muerte a varios troyanos, entre ellos a Sarpedón. Aquello
desagradó a Zeus que empezó a planear su muerte y alentó que Héctor y los suyos
le acosaran sin descanso. Apolo,
siguiendo órdenes de Zeus, rescató el cuerpo de Sarpedón para que los
"hermanos gemelos, Muerte y Sueño", lo transportaran a Licia y
pudiera ser enterrado con todos los honores. Después se encarnó en Asio, tío de
Héctor, y se dirigió a él con estas palabras: "...guía los corceles de
duros cascos hacia Patroclo y trata de matarle, Apolo te dará apoyo".
Cuando Patroclo vio que el carro de Héctor se
acercaba velozmente, lanzó una piedra que acertó en plena frente del auriga de
Héctor, haciendo que sus ojos saltaran de las órbitas, cayendo en el polvo.
El auriga cayó del asiento a tierra. Héctor
descendió del carro y se enfrentó a Patroclo... "Se enfrentaron como dos
leones hambrientos que en el monte pelean furiosos por el cadáver de una
cierva..., pues así tiraban el uno y el otro del cuerpo exánime del
auriga". Ayudado por los aqueos,
Patroclo se hizo, al fin, con el auriga muerto y siguió atacando a los teucros
que defendían a Héctor. Pero había llegado su hora. Apolo, en la confusión del
combate, le golpeó por la espalda y le quitó el refulgente yelmo de Aquiles,
que rodó sobre el polvoriento suelo por primera vez desde que fuera forjado. Patroclo
sintió que le abandonaban las fuerzas, cuando, de pronto, sintiose alcanzado
por la pica de Euforbo. Héctor, al verle herido, fue a su encuentro y "le
envasó la lanza por la parte inferior del vientre". Las últimas palabras
de Patroclo fueron para Héctor, al que predijo una pronta muerte.
Menelao dio muerte inmediata a Euforbo y se
dispuso con los aqueos a defender y rescatar el cuerpo de Patroclo. Ante la
llegada de Héctor, pidió ayuda a Ayax y se entabló una fiera lucha entre
teucros y troyanos por hacerse con el cuerpo de Patroclo. Ayax le pidió a
Menelao que enviara un mensaje a Aquiles avisándole de la muerte de Patroclo,
mientras el resto de los combatientes era alentado a defender el cuerpo del
muerto. Menelao, a su vez, encargó a Antíloco que trasmitiera el mensaje y se
puso a defender el cuerpo de Patroclo que, entre todos, iban retirando perseguidos
de cerca por los teucros. Cuando Aquiles escuchó el nefasto mensaje "Dio
un horrendo gemido que oyó hasta su madre, la diosa Tetis, desde el fondo del
mar". Tetis se trasladó veloz, con toda su corte de nereidas, junto a su
hijo que, al verla, proclamó sus deseos de venganza; ella le
respondió..."Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices; pues la
muerte te aguarda así que Héctor perezca". A lo que él contestó..."Sufriré
la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el
fornido Hércules pudo librarse de ella".
Tetis le dijo..."Pero tu magnífica armadura,
regalo de los dioses a tu padre Peleo el día que me colocaron en su tálamo, la
tiene Héctor que se vanagloria de cubrir con ella sus hombros..." - y
añadió - "Tu no entres en combate hasta que mañana, al romper el alba, te
traiga una hermosa armadura fabricada por Hefesto (Vulcano)". Dicho esto,
la diosa envió sus acompañantes al seno del anchuroso mar y se dirigió al
Olimpo para encargar la magnífica armadura.
Mientras, la pelea por el cuerpo de Patroclo
continuaba entre teucros y aqueos y todo indicaba que Héctor y los suyos se
iban a apoderar del macabro botín. Pero la diosa Iris, enviada por Hera (Juno),
se presentó ante Aquiles y le dijo: "Levántate y no yazcas más;
avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros
troyanos; pues debiera ser para ti motivo de afrenta que el cadáver sufra algún
ultraje". "¿Pero cómo habría de combatir sin mi armadura?"-
preguntó Aquiles. A lo que ella contestó: "Basta con que te muestres a los
teucros a la orilla del foso que rodea las naves para que, temiéndote, cesen de
pelear".
Tres veces, el divino Aquiles, gritó a orillas
del foso y tres veces se turbaron los teucros; y doce de los más valiosos
guerreros murieron atropellados por los carros y heridos por sus propias
lanzas. Los aqueos, aprovechando la confusión causada por las tremendas voces
de Aquiles, consiguieron poner a Patroclo fuera del alcance de los enemigos y
se encaminaron hacia el campamento.
Hera, la de los grandes ojos, obligó al sol
infatigable a hundirse, mal de su grado, en la corriente del Océano y, una vez
puesto, los divinos aqueos suspendieron la enconada pelea y el general combate.
Los troyanos pensaron en regresar al amparo de la amurallada Ilión por temor a
Aquiles si permanecían en campo descubierto, pero Héctor se opuso y expresó su
deseo de enfrentarse al mirmidón: "Me propongo no huir de él sino
enfrentarlo en batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria o seré yo quien
la consiga. Que Ares (Marte) es a todos común y suele causar la muerte del que
matar desea".
En el campamento griego, Aquiles lloraba y velaba
el cadáver de su amigo: "Esta tierra me contendrá en su seno, ya que he de
morir, ¡oh Patroclo!, después que tú. No te haré honras fúnebres hasta que
traiga tus armas y la cabeza de Héctor. Degollaré ante la pira funeraria, para
vengar tu muerte, doce hijos de ilustres troyanos, y en tanto permanezcas
tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las
troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la
ingente lanza, al entrar a saco en las opulentas ciudades de hombres de voz
articulada".
La furia de Aquiles
Cuando la aurora, de azafranado velo, se
levantaba de la corriente del océano para llevar la luz a los dioses y los
hombres, Tetis llegó a las naves con la fulgente armadura que Hefesto le había
forjado. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando
ruidosamente, rodeado de muchos amigos que derramaban lágrimas. Tetis, la de la
casta de Zeus, divina entre los dioses, cogió la mano de Aquiles y le habló de
este modo: "Hijo mío, a pesar de nuestra aflicción, dejemos yacer a
Patroclo, ya que sucumbió por designio de los dioses, y tú recibe esta ilustre
armadura, tan bella como jamás varón alguno haya llevado sobre sus
hombros". Aquiles sintió como renacía su cólera, ante la vista de la
armadura, a la vez que se gozaba del espléndido presente de Hefesto. Expresó a
su madre su preocupación por la descomposición del cuerpo del amigo, invadido
por un enjambre de moscas. Tetis vertió
unas gotas de ambrosía, el nectar de los dioses, para que el cuerpo se
conservara fresco. Después pidió a su hijo que se armara para el combate contra
los troyanos. Aquiles vistió la brillante armadura, cogió la grande lanza, que
solo él podía manejar, y se dirigió hacia donde estaban los demás héroes aqueos,
en la orilla del mar junto al recinto de las naves, y les convocó dando
pavorosos alaridos.
Todos acudieron, encabezados por Diomedes y
Ulises (Odiseo) que cojeaba a causa de sus heridas, y le rodearon. También
llegó el rey Agamenón que, con la apropiación de la esclava Briseida, había
provocado el enojo de Aquiles y su renuncia a participar en el combate contra
los troyanos. Aquiles le recriminó su conducta, pero expresó su deseo de volver
a combatir si obtenía satisfacción del rey.
Agamenón le contestó disculpándose por su
comportamiento, atribuyó a los dioses su pérdida de juicio al provocar aquel
incidente y le prometió entregarle a la esclava y numerosos presentes como
muestra de su arrepentimiento. Aquiles aceptó las disculpas y expresó su firme
voluntad de entrar inmediatamente en combate: "Para que todos vean a
Aquiles entre los primeros combatientes, aniquilando con su lanza las falanges
de los teucros".
El ingenioso Ulises, hijo de Laertes, pidió que
se celebrara un gran desayuno para tomar fuerzas para la lucha y añadió:
"Que Agamenón entregue los presentes a Aquiles y que jure que nunca subió
al lecho de Briseida, ni yació con ella, como es costumbre entre hombres y
mujeres. Y tú, Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo benigno".
Agamenón estuvo de acuerdo y añadió: "Estoy
presto a ese juramento y no invocaré el nombre de la deidad con perjurio".
A continuación, ordenó que se trajeran los presentes para Aquiles y que se
inmolaran animales y un jabalí en honor de Zeus y del sol, siempre invocado en
los juramentos por ser el que todo lo veía sobre la tierra. Aquiles pidió que
se demoraran estas ceremonias para después del combate, pero Ulises insistió en
su propuesta y Aquiles acabó por consentir, al ver que aquello era lo que sus
compañeros y las tropas deseaban.
Se entregaron los presentes, entre los que
figuraban siete doncellas expertas en intachables labores, doce caballos, diez
talentos de oro (unos trescientos kilos) y la joven Briseida. Después Agamenón
hizo el juramento: "Sean testigos Zeus, la Tierra y el Sol y las Furias
(Iras o Eriníes) que bajo tierra castigan a los muertos que fueron perjuros que
jamás he puesto mano sobre Briseida". A continuación degolló el jabalí con
el despiadado bronce y dijo: "Zeus padre, ¡Cómo llegas a confundir a los
hombres!. Jamás, Aquiles, habría sido capaz de arrebatarme a Briseida contra mi
voluntad. Pero, sin duda, querías la muerte de muchos aqueos. Ahora - dijo,
dirigiéndose a los hombres - id a comer y luego trabaremos feroz lucha contra
los teucros".
La asamblea se disolvió y cada uno marchó a su
nave. Los mirmidones de Aquiles se hicieron cargo de los regalos, portándolos
al campamento. Briseida, semejante a la áurea Afrodita, se dirigió llorosa
hacia el tálamo donde yacía Patroclo y entre sollozos exclamó: "¡Oh,
Patroclo, amigo carísimo de esta desventurada!, vivo te dejé al partir de la
tienda, y te encuentro difunto al volver. ¡Cómo me persigue la desgracia!.
Muerto mi esposo por Aquiles y tomada de la ciudad de Mines (Lirneso), tu no me
dejabas llorar diciendo que lograrías que fuera la mujer legítima del divino
Aquiles y que entre los mirmidones, en su reino, celebraríamos el banquete
nupcial. Ahora que has muerto, no me cansaré de llorar por ti que siempre
fuiste dulce conmigo".
Aquiles continuaba llorando a su amigo y sin
probar bocado. Zeus se apiado de él y envió a Atenea, su protectora, para que
le alimentara con néctar y ambrosía, para evitar que desfalleciera durante el
combate. Atenea, semejante a un halcón de desplegadas alas, descendió del
cielo, a través del éter y las nubes, y alimentó a su protegido, sin que él lo
advirtiera, para evitar que flaquearan sus rodillas. Después, regresó al
palacio del prepotente padre. Mientras, la riada de soldados se alejaba de las
naves y el brillo de sus cascos asemejaba los copos de nieve que envía Zeus, en
alado vuelo, bajo el impulso del frío Bóreas, nacido del éter. Así de grande
era el número de hombres que abandonaban las naves dispuestos al combate, y
refulgente el brillo de sus yelmos, armaduras, escudos y lanzas. El fulgor
llegó al cielo y la tierra se mostraba risueña por los rayos que despedía el
bronce. El gran ruido que surgía de los pies de los guerreros se alzaba hasta
el cielo.
Aquiles, lleno de furia, portaba la armadura
forjada por Hefesto. Púsose en las piernas las grebas ajustada con hebillas de
plata; protegió su pecho con la coraza, colgó del hombro la espada de bronce
guarnecida con argénteos clavos, y se embrazó el grande y fuerte escudo, cuyo
resplandor semejaba de lejos el resplandor de la Luna.
Cubrió la cabeza con el fornido yelmo que
brillaba como un astro y sobre él ondeaban las áureas y espesas crines de
caballo que Hefesto colocara en la cimera. Sacó de su estuche la poderosa lanza
que solo él podía manejar y alzándola y rugiendo como un león la agitó
amenazante en el aire sobre su cabeza. En tanto, los aurigas se aprestaban a
uncir los caballos a los carros, sujetándolos con hermosas correas de cuero
brillante; empujaron los frenos entre las mandíbulas y tendieron las riendas
hacia atrás, atándolas a la fuerte caja de los carros.
El auriga Automedonte saltó al carro con el
magnífico látigo y Aquiles, cuya armadura refulgía como el mismo Sol, subió
tras él y con horribles gritos jaleó a los corceles: ¡Janto (Xanthos) y Balio
(dos caballos), ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo al campamento
de los danaos al que hoy os guía; y no le dejéis muerto en la liza como a
Patroclo". Janto, al que Hera dotó de voz, bajó la cabeza, sus ondeantes
crines se desplazaron hasta el suelo, pasando sobre la extremidad del yugo, y
respondió: "Aquiles, hoy te salvaremos, pero está cerca el día de tu
muerte. Nosotros correríamos como soplo del Céfiro, que es tenido como el
viento más rápido.
Pero tú, como Patroclo, estás destinado a
sucumbir a manos de un dios y de un mortal". Dichas estas palabras, las
furias les cortaron la voz y Aquiles, indignado, le contestó así: "Janto,
¿Porqué vaticinas mi muerte? Ya sé que mi destino es perecer aquí, lejos de mi
padre; mas, con todo eso, no he de descansar hasta que harte de combate a los
teucros". Esto dijo; y dando voces, dirigió los solípedos caballos hacia
las primeras filas del ejército.
El combate (canto XX y siguientes)
Zeus ordenó a Temis que convocara una asamblea de
los dioses. Todos acudieron y se acomodaron expectantes en rededor del dios.
Zeus les indicó que la intervención de Aquiles podía suponer el fin de los
troyanos: "Pues si Aquiles, el de los pies ligeros, combatiese solo contra
los teucros, estos no resistirían ni un instante su acometida". Después
les pidió que se dividieran en dos bandos y que intervinieran en el combate
para equilibrar las fuerzas.
En auxilio de los aqueos se encaminaron: Hera
(Juno), Palas Atenea (Minerva), Poseidón (Neptuno), Hermes (Mercurio) y Hefesto
(Vulcano), y hacia las tropas troyanas acudieron: Ares (Marte), Febo Apolo
(Apolo), Artemisa (Diana), Leto (Latona), Janto (un dios menor del río del
mismo nombre, cercano a Ilión) y Afrodita (Venus). (Conviene recordaros que
Hera era la madre e Eneas y Afrodita la vencedora del juicio de París, en que
éste la había elegido como la más bella entre las diosas). Mas así que los olimpios penetraron entre los
guerreros, levantóse la terrible discordia que enardece a los varones y les
hace venir a las manos, estableciendo la feroz contienda. Zeus, desde lo alto
del Monte Ida, observatorio de los dioses durante la batalla (el Monte Ida se
encuentra a unos 70 kilómetros de Troya), tronó horriblemente, y Poseidón
sacudió desde las profundidades la inmensa tierra. Asustóse Aidoneo (Plutón),
rey de los infiernos, y saltó de su trono temiendo que la tierra se abriese y
se hicieran visibles las horrendas y tenebrosas mansiones de los muertos,
visión que hasta las deidades aborrecían.
Ares alentaba a Héctor y Apolo a Eneas a
enfrentarse con Aquiles, para frustrar el deseo de éste de enfrentarse a
Héctor, pero Eneas le dijo al dios: "...Ningún hombre puede combatir con
Aquiles, pues a su lado siempre acude alguna deidad que le libra de la muerte.
Si un dios me apoyara para igualar las condiciones del combate, Aquiles no me
vencería". Apolo insistió: "¡Héroe! Ruega tú también a los dioses
auxilio, pues dicen que naciste de Afrodita, hija de Zeus, y el pelida es hijo
de una diosa inferior, pues la primera desciende de Zeus y Tetis fue hija del
anciano del mar. Levanta el indomable bronce y marcha al encuentro de Aquiles.
Así lo hizo Eneas. Cuando Aquiles lo tuvo frente a frente le dijo que para que
trataba de enfrentarse con él si sabía que podía vencerle como ya lo hizo
tiempo atrás: "Te aconsejo que vuelvas con tu ejército, antes de padecer
daño alguno; que el necio solo conoce el mal cuando ha llegado".
Pero Eneas, orgulloso de su linaje, respondió
desafiante y arrojó su lanza contra Aquiles que con gran estruendo se clavó en
el imponente escudo, recubierto de láminas de bronce oro y plata, del hijo de
Peleo que, a su vez, lanzó la suya traspasando el escudo de Eneas y, pasando
sobre su hombro, se hincó en el suelo. Aquiles desnudó la espada y se abalanzó
sobre Eneas. Poseidón, viendo que Eneas quedaba a merced de su atacante, fue en
su auxilio. Extendió una nube y elevó a Eneas por encima de los combatientes,
llevándolo al otro extremo del campo de batalla sin que Aquiles lo advirtiera,
y le dijo: "Retírate cuantas veces le encuentres, no sea que te haga
descender a la morada del Hades (el reino de los muertos). Pero cuando Aquiles
muera, según está escrito, no temas luchar entre las primeras filas, pues
ningún aqueo te podrá matar (¿Qué hubiera sido de la Eneida de Virgilio sin
Eneas?).
Cuando la niebla se retiró de los ojos de
Aquiles, éste comprendió que algún dios había favorecido a Eneas, haciéndole
desaparecer.
Aquiles, saltando entre las filas, arengó a los
aqueos incitándoles al combate cuerpo a cuerpo. Héctor, desde su posición,
hacía lo mismo con los teucros y buscaba el encuentro con Aquiles. Pero Apolo
logró disuadirle de un enfrentamiento directo. Mientras, muchos valerosos
teucros caían bajo el ímpetu de Aquiles que se batía en feroz combate contra
todos los que se ponían a su alcance. Una de sus numerosas víctimas, Polidoro,
hermano de Héctor, fue atravesado de parte a parte por la lanza del pelida y,
encorvado, con las entrañas en la mano, fue visto por Héctor que, furioso, fue
al encuentro de Aquiles arrojándole su lanza. Atenea, con un leve soplo, desvió
la trayectoria e hizo que el arma retornara a los pies de Héctor.
Aquiles arremetió contra él dando horribles
gritos, pero Apolo cubrió a Héctor con una densa niebla, ocultándole, como
hiciera Poseidón con Eneas, de la vista de Aquiles que, rabioso, exclamó,
tratando de acertar a ciegas con la carne de Héctor que se le ocultaba:
"De nuevo te has librado de la muerte. Yo acabaré contigo, más tarde, si
algún dios me ayuda, como contigo han hecho" y siguió esparciendo, con
saña, la muerte por todos lados. El ímpetu de Aquiles se extendía a todos sus
guerreros y lograron que los teucros buscaran refugio en la amurallada Ilión,
donde Príamo veía aproximarse el desastre.
Los griegos habrían asaltado Troya de no ser
porque Apolo incitó a Agenor a interponerse y arrojar su lanza sobre Aquiles,
el invencible. La pica rebotó en la formidable armadura que Hefesto forjara.
Viendo Apolo que el pelida corría veloz hacia Agenor, le retiró de la batalla,
tomando su forma. Inició una carrera, distanciándose del recinto amurallado de
la ciudad, mientras Aquiles y los suyos le perseguían. Esta maniobra de
distracción, permitió que los teucros lograran refugio en la ciudad, que
"como cervatos se recostaron en los hermosos baluartes, refrigeraron el
sudor y bebieron para apagar la sed".
El hado funesto solo detuvo a Héctor para que
permaneciera fuera de los muros de Ilión, junto a las puertas esceas. Apolo,
harto de la carrera de distracción de Aquiles y los suyos, se encaró con él y
le reveló el engaño.
Aquiles, enfurecido con el dios, exclamó:
"¡Oh flechador, el más funesto de los dioses!. Me engañaste, alejándome de
la muralla, cuando todavía habrían mordido la tierra muchos teucros, antes de
llegar a Ilión. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado
con facilidad a los teucros, ya que no temes mi venganza. Y, ciertamente, me
vengaría de ti si mis fuerzas lo permitieran". Dicho esto, sin esperar
contestación del dios, regresó corriendo a las murallas de la ciudad; como el
corcel vencedor en la carrera de carros, trotaba el veloz Aquiles, tan ligeramente
movía los pies y rodillas.
Príamo fue el primero, desde su torre, en verle
venir por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en otoño se
distingue entre otras muchas estrellas, por sus vivos rayos, durante la noche
oscura y recibe el nombre del perro de Orión (Cannis Minor), el cual, con ser
brillantísimo, constituye una señal funesta, porque trae excesivo calor a los
míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del
héroe, mientras corría.
Príamo, viendo que su hijo amado permanecía
inmóvil junto a las puertas, le pidió a gritos que no continuara, allí, solo y
le urgió a que entrara en la ciudad. Príamo ya echaba en falta, entre los muros
de la ciudad a sus otros dos hijos, Polidoro y Licaón, que habían sido muertos
por Aquiles, y le dijo a Héctor: "Ven adentro del muro, hijo querido, para
que salves a los troyanos y las troyanas; no quieras proporcionar inmensa
gloria al pelida y perder tú mismo la existencia. ¡Compadécete de mí! De este
infeliz y desgraciado que aún conserva la razón, después de contemplar tantas
desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos,
arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras
arrastradas por las fuertes manos de los Aqueos...".
Príamo y Hécuba siguieron con sus ruegos a Héctor
para que entrara en la ciudad, pero Héctor se consideraba responsable del
desastre sobrevenido sobre su ejército por haberse empeñado en mantenerlo fuera
del recinto de la ciudad, plantando cara a los aqueos en campo abierto.
Por unos instantes, pensó en dejar las armas
contra las murallas y tratar de negociar con Aquiles una rendición honrosa de
Ilión, devolviendo a Helena y los tesoros que Alejandro (Paris) trajera con
ella a Troya. Además, le propondría entregar la mitad de los tesoros de la
ciudad contenía, pero se dijo: "No, no iré a suplicarle; que sin tenerme
consideración ni respeto, me matará inerme, como a una mujer, tan pronto como
deje las armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina o de
una roca, como un mancebo con una doncella: sí, como un mancebo y una doncella
suelen conversar. Mejor será comenzar el combate, para que veamos a quién
concede Zeus la victoria. Cuando vio que Aquiles se le acercaba, cual si de
Ares se tratara, con su armadura y su escudo brillando como el resplandor del
fuego del sol naciente, se echó a temblar y huyó espantado.
Como el gavilán se lanza en vuelo tras la tímida
paloma, así Aquiles volaba enardecido tras de él. En la loca carrera llegaron a
dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del río Janto voraginoso. El
primero tiene agua caliente y lo cubre el vapor como si allí hubiera un fuego
abrasador; el agua que brota del segundo es, en verano, como el granizo, la
fría nieve o el hielo.
Cerca hay unos lavaderos de piedra, grandes y
hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus
magníficos vestidos en tiempo de paz. Por allí pasaron los dos contendientes,
en veloz carrera, y así llegaron a dar tres vueltas a la ciudad de Príamo. Los
dioses les contemplaban y Zeus dijo: "Mi corazón se compadece del caro
Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado, en mi obsequio, en las cumbres
del Monte Ida. ¡Deliberad, oh, dioses!, y decidid si le salvaremos de la muerte
horrísona o dejaremos que muera a manos de Aquiles".
Respondiole Atenea: "¿De nuevo quieres
salvar de la muerte a Héctor a quien el hado ha condenado a morir? Hazlo, pero
no todos los dioses lo aprobaremos". Zeus le contestó, abrumado por la
vehemencia de su hija: "Tranquilízate, hija querida, pues quiero ser
complaciente contigo. Obra conforme a tus deseos y no desistas en tu empeño de
ver muerto a Héctor".
La diosa descendió en raudo vuelo sobre la
llanura. Mientras tanto, Aquiles acortaba distancia, sin cesar de correr tras Héctor,
impidiendo una y otra vez que éste se acercara a las puertas de la ciudad. Ni
Hector podía escapar de Aquiles, ni éste conseguía dar alcance a Héctor, que
había recibido fuerzas de Apolo por última y postrera vez. Aquiles hacía señas
a sus guerreros para que no dispararan flechas contra el perseguido, ni
trataran de detenerle, pues quería para sí mismo toda la gloria.
Cuando, en la cuarta vuelta, pasaban por los
manantiales, Zeus tomó la balanza de oro y puso en cada lado la suerte de cada
uno de ellos. La balanza se inclinó bajo el peso del día fatal de Héctor y
penetró hasta el Orco. Al instante, Apolo desamparó al troyano y Atenea se
acercó a Aquiles: "Párate y respira; persuadiré a Héctor para que luche
contigo frente a frente"- le dijo - y fue en busca de Héctor tomando la
forma de Deifobo, hermano de Héctor.
Llegó hasta él y le pidió que rechazara el ataque
del pelida: "¡Mi buen hermano! Nuestro padre, nuestra venerable madre y
los amigos me abrazaban las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos;
de tal modo tiemblan todos, pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar
y vengo en tu auxilio. Ahora peleemos con brío sin dar reposo a la pica, para
ver si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a sus cóncavas
naves o sucumbe vencido por tu lanza". Dicho esto, Atenea se puso a
caminar obligando a Héctor a acompasar su paso.
Cuando llegaron frente a Aquiles, Héctor le
dirigió estas palabras: "No huiré más de ti, como hasta ahora. Mi ánimo me
impele a afrontarte, ora te mate, ora me des muerte. Si Zeus me concede la
victoria y te arranco la vida, cuando te haya despojado de tus armas entregaré
el cadáver a los aqueos. Obra tu conmigo de igual manera y entrega mi cuerpo a
mi familia. A lo que Aquiles respondió: "No me hables de pactos,
¡¡Maldito!!. Igual que no es posible la alianza entre los leones y los hombres,
ni el acuerdo entre lobos y corderos, que solo piensan en destrozarse los unos
a los otros, tampoco puede haber pactos ni amistad entre nosotros, hasta que uno
de los dos caiga y Ares quede saciado de sangre. Revístete de valor, pues es
preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no puedes escapar, pues
Atenea te hará sucumbir, herido por mi lanza, y pagarás todos los dolores
causados a mis amigos, a los que mataste cuando manejabas furiosamente la
pica".
Diciendo esto, blandió y arrojó con furia la
fornida lanza. Héctor reaccionó con agilidad y evitó el golpe. La lanza se
clavó en el suelo. Atenea la recogió y la devolvió a Aquiles sin que Héctor lo
advirtiese. "¡Erraste el tiro, deiforme Aquiles!... Ahora, ¡guárdate de mi
broncinea lanza!. ¡Ojalá toda ella se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería
más liviana para los troyanos si tu murieses, porque eres su mayor azote".
Así habló Héctor y lanzó la lanza que rebotó en el escudo de Aquiles. Cuando se
volvió hacía Deifobo, para pedir otra pica, vio que éste había desaparecido y
comprendió el engaño de los dioses: "¡Oh, ya los dioses me llaman a la
muerte! - exclamó - cercana la tengo y no puedo evitarla. Así les habrá placido
a Zeus y Apolo que antes me salvaban de los peligros. ¡Cumpliose mi destino!.
Pero no quisiera morir cobardemente, sin gloria, sino realizando algo grande
que llegara a conocimiento de los tiempos venideros".
Dicho esto, desenvainó la espada y se arrojó
contra Aquiles, como el águila de alto vuelo se lanza sobre la llanura,
atravesando las nubes, para arrebatar un tierno cordero o una trémula liebre.
Aquiles embistiole, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera,
mientras, rápido, examinaba la parte más vulnerable del cuerpo de Héctor,
protegido, como estaba, por la armadura de Aquiles que arrancara del cuerpo de
Patroclo, después de darle cruel muerte. Solo quedaba al descubierto el lugar
en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el
sitio por donde más pronto escapa el alma. Por allí le envainó la pica y la
punta asomó por la nuca, sin dañarle la traquea para que pudiera hablar y
responderle.
Héctor cayó sobre el polvo, y Aquiles, jactándose
del triunfo, le dijo: "...A tí los perros y las aves te despedazarán
ignominiosamente, y a Patroclo le haremos honras fúnebres". Héctor, con
tenue voz, respondió: "No permitas que los perros me despedacen y devoren
junto a las naves aqueas. Acepta el bronce y el oro que, en abundancia, te
darán mis padres, y entrega el cadáver a los míos para que lo lleven a mi casa
y los troyanos lo pongan en la pira".
Aquiles, mirándole con torva faz, replicó:
"No me supliques ¡¡perro!!. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a
despedazarte, cortar tus carnes y comérmelas crudas. Nadie podrá apartar tu
cuerpo de los perros y las aves de rapiña; aunque me quieran pagar tu peso en
oro, así no podrá tu madre ponerte en un lecho para llevarte".
Ya moribundo, Héctor contestó: "Tienes en el
pecho un corazón de hierro. Guárdate de atraer sobre ti la cólera de los
dioses, por obrar así conmigo, se acerca el día que Paris y Apolo te harán
desaparecer.
Diciendo esto, la muerte le cubrió con su manto:
el alma voló de los miembros y descendió al Orco. Aquiles dijo: ¡¡Muere!! Yo
acogeré gustoso mi parca y perderé la vida cuando los dioses inmortales
dispongan que se cumpla mi destino". Arrancó la lanza del cuello del
muerto y le despojó de la ensangrentada armadura. Acudieron, entonces, los
demás aqueos y con sus picas hendían el hermoso cuerpo inerme, mientras decían:
"¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando de tocar que cuando prendió
nuestras naves con el voraz fuego".
Aquiles pensó mantener el cerco de la ciudad,
pues, los troyanos, muerto su héroe, tal vez estuvieran dispuestos a rendirse,
pero recordó que Patroclo debía ser honrado, alcanzada la venganza, y ordenó a
sus hombres que regresaran a las naves cantando el himno de la victoria, el
peán. Por su parte, para tratar con ignominia el cuerpo de Héctor, traspasó con
correas los tobillos del vencido, entre el hueso y los tendones (hoy llamados
de Aquiles), y las ató al carro, de modo que la cabeza quedara sobre el suelo
para ser arrastrada por el polvo.
Luego, recogió la armadura, arrancada del cuerpo
de Héctor, y subiendo al carro fustigó los caballos que, gozosos, partieron
raudos. La cabeza de Héctor se hundía golpeada en el suelo y su negra cabellera
se esparcía por el polvo. Hécuba, su doliente madre, al verlo se arrancaba los
cabellos y, apartando su velo, prorrumpió en elevado llanto. Príamo, desde los
baluartes de Ilión, gemía lastimeramente y, con él, toda Ilión era presa de
lamentos y llantos.
La esposa de Héctor, que se hallaba en el
interior del palacio, preparando el baño para recibir a su esposo, oyó los
gemidos que se extendían por las estancias y, temiendo que su amado fuera el
motivo, se precipitó hacia la alta torre. Desde allí, contempló como Aquiles,
en su carro, arrastraba el cuerpo del difunto hacia el campamento aqueo. Se le
desmayó el alma y cayó de espaldas, apenas sostenida por sus cuñadas. Cuando
recobró el aliento, comenzó a arrancarse los vistosos lazos, la diadema, la
redecilla, la trenzada cinta y el velo que la dorada Afrodita le había regalado
el día de sus esponsales. Aquiles llegó al lecho de Patroclo, junto a las
naves, y, colocando sus homicidas manos sobre el pecho del amigo muerto,
exclamó: "¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Orco! Voy a cumplir
cuanto te prometiera. He traído arrastrando el cuerpo de Héctor, que entregaré a
los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré, ante tu pira, doce
hijos de troyanos ilustres por la cólera que me causó tu muerte".
Se celebró a continuación un banquete funeral en
el que se sacrificaron numerosos animales. Alrededor del cadáver, corría la
sangre en abundancia por todas partes. Finalizado el banquete, todos se
retiraron a sus naves y Aquiles no tardó en ser vencido por el sueño y,
entonces, vino a encontrarle el alma de Patroclo para pedirle ser enterrado
cuanto antes y de este modo poder descender al Orco. También le recordó su
próxima muerte y expresó el deseo de que sus huesos fueran colocados junto a
los suyos en el mismo túmulo. Aquiles, tras indicarle que cumpliría sus deseos,
fue a darle un abrazo y el alma de Patroclo, cual si fuera humo, se disipó y
penetró en la tierra dando chillidos. Al despertar la aurora, Agamenón envió a
por leños para levantar la pira funeraria en la playa. Una vez estuvo
dispuesta, Aquiles se cortó los dorados cabellos y los esparció sobre las manos
del difunto. Después, pidió que se inmolaran muchos corderos y con la grasa
desprendida de los quemados cuerpos, cubrió el cadáver del amigo de los pies a
la cabeza; llevó también a la pira un ánfora de miel y otra de aceite y las
vertió sobre el cuerpo y el lecho.
Arrojó sobre la pira: cuatro corceles, dos de los
nueve perros del rey y los cuerpos de los doce hijos de troyanos ilustres
degollados a los que había dado muerte con su lanza. Y, a continuación, entregó
la pira a la indomable violencia del fuego, diciendo: "¡Alégrate, oh
Patroclo! Yo he cumplido cuanto te prometí, pero a Héctor no lo entregaré a la
hoguera sino a los perros, para que lo destrocen.
Afrodita, hija de Zeus, mantenía el cuerpo del
troyano apartado de las vista de los aqueos y procedió a ungirlo con un divino
aceite rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Mientras, Apolo
cubrió el cielo con una nube, para evitar que el sol secara los miembros y
nervios del héroe caído. Así le cuidaban los dioses, compadecidos de la fatal suerte
de su antiguo protegido. Como la pira ardía levemente, Aquiles imploró a los
vientos que soplaran con fuerza. Estos, que estaban celebrando un banquete en
la morada del impetuoso Céfiro, se levantaron con inmenso brío, esparcieron las
nubes, hicieron crecer las olas y, pasando por encima del mar, llegaron a Troya
y cayeron sobre la pira, haciendo que el fuego abrasador bramara con furia. Al
amanecer, los vientos regresaron a sus moradas y los hombres sofocaron con
negro vino las ya agotadas llamas. Procedieron a recoger los huesos de
Patroclo, los encerraron en una urna de oro, la sellaron con doble capa de
grasa, la cubrieron con un sutil velo y la colocaron sobre un túmulo.
Aquiles organizó, después, una serie de juegos,
en los que se abstuvo de participar, prometiendo a los ganadores valiosos
premios. Primero, tuvo lugar una carrera de cuádrigas en las que participaron
varios héroes aqueos, siendo el tidida Diomedes el que se alzó con la victoria.
A continuación se celebraron: un campeonato de lucha, carreras a pie, y
lanzamiento de picas.
Finalizados los juegos, los guerreros se
dispersaron, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles no
podía conciliar el sueño y vagó triste por la playa. Más tarde, unció al carro
los ligeros corceles y atando el cadáver de Héctor, lo arrastró, dando varias
vueltas alrededor del túmulo de Patroclo. Luego, volvió a la tienda, dejando el
cadáver tendido con la cara sobre el polvo.
Algunos dioses se compadecían del muerto e
instigaban a Apolo a que hurtase el cuerpo de Héctor. Pero Hera y Atenea se
oponían. (Ellas fueron las diosas perdedoras en el Juicio de Paris, en el que
el troyano declaró que Afrodita era la más bella entre las tres diosas
concursantes. Las perdedoras nunca perdonaron a Paris semejante decisión). Zeus
intervino, al fin, y consideró que lo mejor sería que la madre de Aquiles,
Tetis, convenciera a su hijo de que debía restituir el cadáver a Príamo, pues
Héctor siempre le había ofrecido sacrificios y era su favorito en Ilión. Tetis
fue llamada a presencia del dios, se sentó junto a él y escuchó sus palabras:
"¡Oh diosa Tetis! Aquí se está proponiendo el rapto del cadáver de Héctor,
pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo y conservar, así, tu
respeto y amistad. Amonéstale y háblale de la irritación que nos está
produciendo su actitud. Por mi parte, enviaré a la diosa Iris al magnánimo
Príamo, para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando
dones a Aquiles para que aplacar su enojo". Tetis descendió del Olimpo en
raudo vuelo y, entrando en la tienda de su hijo, le habló en estos términos:
"¡Hijo mío! ¿Hasta cuando dejarás que el llanto y la tristeza roan tu
corazón, sin acordarte de la comida ni del concúbito? Bueno será que goces del
amor con una mujer, pues ya no vivirás mucho tiempo: la muerte y el hado cruel
se te avecinan. Vengo como mensajera de Zeus: los dioses están irritados contra
ti y en especial él mismo. Entrega el cadáver y acepta el rescate que te
ofrezca Príamo".
Iris, entre tanto, habló con Príamo sobre el
deseo de los dioses y éste lo comunicó a Hecuba que trató de convencerle de que
no acudiera al encuentro de Aquiles, pues arriesgaba la vida: "Lloremos en
palacio a Héctor, a distancia del cadáver; ya que cuando yo le parí, el hado
poderoso hiló de esta suerte el estambre de su vida: que habría de saciar con
su carne a los veloces perros, lejos de sus padres y junto al hombre violento
cuyo hígado ojalá pudiera yo comer hincando en él los dientes". Príamo le
respondió: "Yo mismo he oído a la diosa, la he visto ante mí y creo en sus
palabras. Y si mi destino es morir, lo acepto: que me mate Aquiles tan luego
como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorar sobre él". El anciano
subió al carro, conducido por el prudente Ideo, en el que ya habían colocado
numerosos presentes y diez talentos de oro (unos trescientos kilogramos).
Muchos eran los troyanos que lloraban, temiendo por su rey, mientras le
acompañaban hasta las puertas de la ciudad. Zeus advirtió que el rey avanzaba
por la llanura y ordenó a Hermes, el dios mensajero, que acompañara con
disimulo al anciano hasta las naves aqueas: "Hermes, ya que tu te
complaces en escoltar a los hombres y en escucharles, acompaña a Príamo hasta
que esté en presencia de Aquiles, no sea que sufra el ataque de los guerreros
de la llanura".
Hermes se calzó sus bellas sandalias aladas que
le llevan por el mar y la tierra con la rapidez del viento, y tomando la vara
con la que adormece a quien quiere y despierta a los que duermen, descendió del
Olimpo y llegó junto al carro tomando la forma de un joven príncipe en la flor
de la juventud. Su presencia, alarmó a Príamo y a su cochero, pues temieron que
se tratara de alguien que pretendiera darles muerte. Hermes les tranquilizó,
haciéndose pasar por uno de los hombres de Aquiles que venía a protegerles por
el camino al campamento aqueo. Príamo le preguntó por el estado en el que se
encontraba el cuerpo de su hijo y el mensajero respondió: "Doce días lleva
muerto, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos. Si a él te acercas,
te admirarás de ver cuan fresco está. De tal modo los dioses cuidan de tu hijo,
pues les era muy querido".
Llegados al foso, torres y empalizadas que
protegían el campamento y las naves, Hermes adormeció con su vara a los
centinelas, atravesaron la barrera y llegaron a la alta cerca que los
mirmidones habían construido, para proteger la tienda de su rey, con troncos de
abeto y cañas. Hermes regresó, entonces, al Olimpo, pues no resultaba decoroso
que un dios inmortal se tomara, públicamente, tanto interés por un mortal. Ante
la sorpresa de los reunidos en la tienda con Aquiles, Príamo hizo su repentina
aparición, entre ellos, como si de un dios se tratara. Se abrazó a las piernas
de Aquiles, llorando, e imploró suplicante: "¡Oh, Aquiles! Apiádate de mí
que he perdido a casi todos mis cincuenta hijos, incluido aquel que era único
para mí, Héctor. Respeta a los dioses y recuerda el amor que te tiene tu padre,
que espera ansioso volver a estrecharte junto a su pecho, en la lejana Argos.
Yo soy más digno de compasión que él, puesto que me he atrevido a lo que ningún
otro mortal en la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de
mis hijos".
Aquiles rompió a llorar por el recuerdo de su
padre y de Patroclo y cogió la mano de Príamo mientras le alzaba con suavidad.
Ambos lloraban y los gemidos resonaban en la tienda. Cuando Aquiles hubo
saciado sus deseos de llanto, miró compasivo al encanecido anciano e
invitándole a tomar asiento, le dijo: "¡Desdichado, cuantas desgracias ha
soportado tu corazón! Aunque los dos estemos afligidos, dejemos reposar en el
alma el dolor, el gélido llanto para nada aprovecha, pues lo que los dioses han
hilado para los míseros mortales es vivir entre congojos, mientras ellos están
exentos de cuitas. En los umbrales del Olimpo hay dos toneles con dones que el
dios reparte: en uno, están los pesares y en el otro las alegrías. Aquel a
quién Zeus los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la
ventura, pero el que solo recibe pesares, vive con afrenta y va de un lado a
otro sin ser honrado, ni por los dioses, ni por los hombres. Así, los dioses
otorgaron a mi padre, Peleo, grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba a
los demás hombres en felicidad y riqueza, reina sobre los mirmidones y, siendo
mortal, tuvo por esposa a una diosa. Pero también le impusieron un mal: que no tuviera
hijos que reinaran en palacio tras su muerte. Tan solo uno engendró, cuya vida
ha de ser breve. Además, no le puedo dar el consuelo de cuidar su vejez, al
estar tan lejos de mi reino. Piensa que tu también reinaste rico y dichoso
sobre Lesbos y desde la Frigia hasta el Helesponto inmenso. Pero los dioses te
trajeron la plaga de la guerra. Súfrela resignado y no consientas que se
apodere de tu corazón el pesar continuo, pues quizás tus desgracias no hayan
concluido".
Príamo, con la arrogancia de un dios, le
respondió: "No me hagas sentar en esa silla mientras Héctor yace
insepulto. Entrégamelo y recibe los cuantiosos regalos que te traemos. Ojalá
puedas disfrutarlos y regresar a tu patria, ya que me has dejado vivir y ver la
luz del sol". Aquiles se incomodó ante la premura del anciano y contestó:
"Abstente de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que deje de
respetarte a pesar de tus súplicas y viole las órdenes de Zeus". Dicho
esto, salió de la tienda seguido de Automedonte y Alcinoo, los compañeros que
más apreciaba después de Patroclo. Dio instrucciones para que retiraran lo
regalos del carro y para que lavaran y ungieran el cuerpo de Héctor antes de
que lo viera Príamo, no fuera que se encolerizase por su estado, irritase el
corazón de Aquiles y éste le diera muerte quebrando las órdenes del dios.
Lavado y ungido el cadáver, se le cubrió con uno
de los ricos mantos hallados entre los obsequios del rescate, y el mismo
Aquiles lo depositó sobre un lecho preparado el carro de Príamo. El héroe gimió
y se dirigió al túmulo de Patroclo: "¡Oh Patroclo! No te ensañes conmigo
si en el Orco té enteras de que he devuelto el cuerpo de Héctor a su padre;
este ha sido el deseo de los dioses y han entregado un rescate digno que
consagraré en tu recuerdo, en la parte que te es debida.". Al llegar la
noche, volvió a la tienda e invitó a cenar a Príamo que, temeroso de la amenaza
de Aquiles, había permanecido allí. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer
y beber, Príamo pidió autorización para retirarse y descansar. Aquiles le
preguntó: "Antes de retirarte, dime con sinceridad cuanto tiempo
necesitarás para celebrar las honras fúnebres de tu hijo; durante ese tiempo
permaneceré quieto y contendré al ejército". Príamo le contestó: "Ya
sabes que vivimos encerrados en la ciudad y que tendremos que traer la leña del
Monte Ida, tarea en la que se necesitarán nueve días. Durante ese tiempo,
lloraremos en palacio a Héctor, el décimo día le sepultaremos y el pueblo
celebrará el banquete fúnebre; el undécimo día, erigiremos el túmulo sobre el
cadáver y, el duodécimo, estaremos dispuestos al combate, si fuese
necesario". Dicho esto, todos se fueron a dormir y Aquiles se dirigió a la
tienda de Briseida, la de hermosas mejillas.
Mientras todos descansaban, Hermes planeaba como
sacar el carro del campamento sin que lo advirtieran los guardianes y pudieran
alertar a Agamenón que, al no estar enterado de la decisión de Aquiles, podía
retrasar la partida e incluso retener a Príamo, como rehén, para pedir rescate
a los troyanos. Así que despertó al exhausto rey, unció los caballos al carro y
los guió por el campamento. Adormeció a los guardianes con la mágica vara y
franquearon las empalizadas y el foso. La aurora de azafranado velo se esparcía
por toda la tierra, cuando llegaron a las murallas de Ilión. Casandra,
semejante a la dorada Afrodita, fue la que primero los divisó y, prorrumpiendo
en sollozos, vagó clamando por toda la ciudad. Toda la población se aprestó a recibir
la fúnebre expedición con muestras de inmenso dolor. Hécuba y Andrómaca, la
viuda de Héctor, se echaron sobre el carro de hermosas ruedas y tomando la
cabeza del muerto, se arrancaban los cabellos mientras la turba las rodeaba
gimiendo. Y hubrían estado a las puertas de la ciudad todo el día, si el
anciano rey, poniéndose en pie sobre el carro, no les hubiese pedido que se
apartaran y le dejasen continuar hasta el palacio. Una vez allí, Andrómaca
comenzó el funeral lamento:
"¡Esposo mío! Saliste de la vida en plena
juventud, y me dejas viuda. ¿Qué será de nosotros?. Tu hijo, es todavía infante
y no creo que llegue a la juventud; antes será la ciudad destruida desde su
cumbre. Pronto nos llevarán en las naves aqueas y nos ocuparan en viles
oficios, propios de cautivos. Algún aqueo, en venganza por los suyos que tu
mataste en combate, arrojará a tu hijo desde lo alto de alguna torre, ¡muerte
horrenda!. ¡Oh Héctor! Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos
desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que habría recordado, de
noche y de día, con lágrimas en los ojos". Esto fue lo que dijo llorando,
y las mujeres gimieron.
Después, Hécuba se dirigió al lecho y habló al
hijo muerto: "¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse
de que en vida fueras querido por los dioses pues ahora yaces en palacio tan
fresco como si acabases de morir, a pesar del cruel trato que recibió tu cuerpo
de manos del maligno Aquiles tras darte horrible muerte, no contento con haber
vendido, al otro lado del mar estéril, muchos de mis otros hijos que, antes,
logró capturar.
A continuación, Helena (la causante de la gran
tragedia que estamos relatando por su fuga con Paris), fue la tercera en dar
principio al tercer lamento: "¡Héctor! el cuñado más querido de mi
corazón. En los veinte años transcurridos desde que me trajo Alejandro (Paris)
y abandone mi patria y a mi esposo Menelao, jamás he oído de tu boca una
palabra ofensiva o grosera; si alguien me increpaba entre los cuñados o sus
esposas, tu contenías su enojo con tu afabilidad y suaves palabras. Con el
corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciado. Que ya no habrá
en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan".
Cuando concluyó, el anciano Príamo se dirigió al pueblo: "Ahora, troyanos,
traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los arguivos;
pues Aquiles me prometió no atacar hasta que llegue la duodécima aurora".
Por espacio de nueve días, los teucros acarrearon
leña, desde el Monte Ida hasta Ilión, y cuando, por décima vez, apuntó la
aurora que, cada día, trae la luz a los mortales, sacaron el cadáver del audaz
Héctor, lo colocaron sobre la pira, prendieron fuego y el cuerpo fue abrasado
por las voraces llamas. Más tarde, con lágrimas corriéndoles por las mejillas,
los hermanos y amigos sofocaron los rescoldos con negro vino. Recogieron los
blancos huesos calcinados y los colocaron en una urna de oro que envolvieron
con un leve velo de púrpura; depositaron la urna en un hoyo que cubrieron con
grandes piedras y, sobre él, erigieron el túmulo. Después volvieron al palacio
de Príamo y celebraron el espléndido banquete fúnebre. Así concluyeron las
honras fúnebres de Héctor, domador de caballos.